jueves, 18 de septiembre de 2014

3. ROBERTO


 
Lo cierto era que, a pesar de que yo anhelaba con toda mi alma un beso de verdad, romántico y de cuento de hadas, como los de las novelas de Bárbara Cartland, tampoco conocía a nadie en la vida real que lo hubiera tenido.

Los primeros besos de mis amigas, tampoco habían sido románticos y tiernos, o al menos así lo pensaba yo.

Inés, se había besado por vez primera con Diego, el primo de nuestro amigo Dani y el único chico que no me atemorizaba. Y aquel beso a mi parecer, había sido de las historias más horrorosas, cómicas y patéticas que me habían contado. Resultaba que Diego tenía una pequeña herida en la comisura de los labios que, al besar a Inés, se había abierto y había empeorado, por lo que dos días después, había ido diciendo por ahí que Inés no sabía besar y que le había hecho una herida en la boca. Inés, al enterarse del bulo que había ido él soltando por ahí, no dudó ni un momento en ir hasta él y decirle que era un mentiroso y que el que no sabía besar, era él.

Por otro lado, estaba Lola, que había sido la primera, con sólo once años. A mí me pareció escandaloso cuando me enteré, pero mucho más escandaloso fue saber con quién se había besado. Nada más y nada menos, que con Javier, el chico más desagradable que yo había conocido en mi vida y uno de los repetidores que años después, me hizo sufrir en el instituto.

Mi adorada amiga Virginia, se había besado con Joni, un chico bastante ligón, que en realidad, cada fin de semana, tenía a una muchacha diferente con la que besarse. Pero a Virginia le gustaba él, así que un día, les encerramos en el baño del colegio y les obligamos a que se besaran. Cuando al cabo de unos minutos, los dos salieron del baño, el chico, algo ruborizado se marchó, pero en la cara de Virginia se veía la felicidad reflejada.

También estaba Carolina, y su primer beso había sido con Mario... bueno, tal vez ése, sí había sido un primer beso de verdad.

Y por último estaba nuestra nueva amiga Daniela, que era prima de Lola.

Cuando conocí a Gabriela, a los once años, realmente me pareció la chica más guapa que yo había visto nunca. Era rubia y con ojos azules y su cara era igual a la de los ángeles. Y según nos había contado, su primer beso había sido en un campamento con un chico muy guapo, pero que no le había gustado nada el beso porque él había abierto demasiado la boca.

A mí me resultaba envidiable la forma que tenía Gabriela de relacionarse con los chicos. Viéndola a ella, parecía algo muy fácil y sencillo, el problema era que, yendo con ella, los chicos ya no veían otra cosa que no fueran sus ojos azules.



Y estando yo en el baile de la boda, mis amigas estaban en otro baile.

A pesar de nuestra juventud, desde hacía unos meses, habíamos empezado a pintarnos como puertas y a vestirnos como lo hacían las chicas de dieciocho, así que gracias a ello, entrábamos sin problemas a un pub del barrio.

Lo que pasó aquella noche, me lo han contado como un millón de veces, pero yo nunca me he cansado de oirlo porque, creo que fue precisamente entonces cuando todo comenzó. Cuando nuestras vidas de alguna forma se encontraron. Cuando sin yo saberlo, se empezó a escribir mi eterna historia de amor.

-¡Qué pena que anoche no estuvieras con nosotras, lo pasamos muy bien!

Empezó diciendo Carolina el domingo por la tarde cuando nos encontrábamos todas reunidas en el parque al que solíamos ir.

-¿Qué fue lo que hicísteis?

Pregunté algo envidiosa.

-Fuimos al pub-continuó algo acelerada Lola-te lo hubiéses pasado muy bien. Estaban todos los chicos que te gustan: Jesús, Julio, Iván...

Sonreí, aunque en realidad, estaba muerta de envidia.

-¡Y conocimos a unos chicos!

Añadió Carolina.

-¿A quiénes?

Pregunté con más envidia aún.

-Eran mayores.

Empezó Virginia.

-¡Y guapos!

Siguió Carolina.

-¡Y muy divertidos!

Intervino Lola.

-Eran estúpidos y pedantes-dijo Inés-pero había uno...

Todas rieron. Y es que, tal vez ellas también lo sabían y es posible que ya todas lo supiéramos. Lo que no sabiamos y ni si quiera hubiésemos imaginado nunca, es que, tantos años después, seguiríamos hablando de aquella noche de junio del año 2000.

-¿Qué pasa?

Pregunté sonriendo confusamente al ver que todas me miraban y reían con una estúpida risa nerviosa.

Se lanzaron elocuentes miradas entre ellas, y entonces Carolina, dándose cierta importancia e irguiéndose mucho, dijo:

-Está bien, yo se lo cuento:-todas guardaron mucho silencio y yo la miré completamente descolocada-Verás, conocimos a tres chicos de diecinueve años.-otra vez rieron todas, pero Carolina, con una mirada reprobadora, hizo que volviesen a guardar silencio-van a la universidad... y a ti, te gustan los chicos mayores que van a la universidad, ¿verdad?

-Bueno, sí. Son maduros y cultos.

Respondí sin saber muy bien adónde quería llegar Carolina con todo aquello.

-Sus nombres son: Sergio, Oscar y Roberto-todas volvieron a reir- ¡Callaos! A mí, el que más guapo me parece es Oscar.

-¡Y a mi Sergio!

Intervino Lola rápidamente.

-Pero a ti te gustará Roberto.

Concluyó Virginia bastante serena.

Sonreí.

-¿Y por qué estáis tan seguras de que ése tal Roberto me va a gustar?

Todas rieron nuevamente y Lola dijo:

-Porque a ti te gustan todos.

-¡No es verdad!

Respondí ofendida.

-No las hagas caso-empezó Gabriela esta vez-lo que ocurre es que, Roberto es el chico que dices que quieres. Es mayor, universitario, guapo, divertido y lo mejor de todo es que lleva gafas.

En realidad, Gabriela tenía razón en todo lo que había dicho. Efectivamente, así era mi chico ideal. Para ser más exactos, así sería mi futuro novio-amigo.

Después de haber vivido un montón de desengaños en el último año y haber comprobado tanto por experencia propia como por la de mis amigas, que los muchachos eran pueriles e inmaduros, decidí que, ya nunca me gustaría nadie de mi edad, sino que, siempre me fijaría en chicos al menos, cinco años más mayores, pues éso me aseguraría que serían un poco más maduros. Pero no bastaba con ésa madurez. A mí me gustaba leer y era fantasiosa, así pues, él debería ser culto y amante de la lectura y sobre todo tener una imaginación desbordante y así, en las noches estrelladas de verano, podríamos cogernos de la mano y volar más allá del mar, donde el atardecer se une con el amanecer y las cascadas son río y lluvia a la vez. Si pudiera ser, también debía ser gracioso y divertido y si llevaba gafas, ya no podría pedir más porque, me parecía que las gafas daba a los jóvenes un aspecto interesante e intelectual sumamente atractivo.

Sonreí ante las palabras de Gabriela y tímidamente, me atreví a preguntar:

-¿Les volveréis a ver?

Gabriela me rodeó con un brazo antes de hablar, un gesto muy característico que continúa haciendo.

-Esperamos que sí.

-¡Claro que sí!-exclamó Carolina- es raro que nunca antes les hayamos visto. Parece que son asiduos al pub. Y además, debemos verlos porque, hemos hablado a Roberto sobre ti...

Quizá fue en ése preciso instante en el que me enamoré. No lo sé. Al menos, ya tenía curiosidad por conocer a ése Roberto.

Por lo general, mi cabeza en seguida comenzada a imaginar y a crear fantásticas y románticas historias. Pero en aquella ocasión me contuve, no podía imaginar con alguien que ni si quiera conocía personalmente. Así que, continué imaginando con Iván. E imaginaba que, al llegar yo a los dieciocho o diecinueve años, sería una preciosa joven alta y delgada, con el pelo negro y rizado y que entonces, un día en el que Iván y yo coincidiésemos en un distinguido restaurante, él me reconocería y en seguida, se quedaría prendado de mi belleza, pues había pasado de patito a cisne.



No recuerdo muy bien qué fue lo que hice ésa semana. Ya estaba de vacaciones, así que supongo que lo único que hacía era vaguear y discutir con mi madre, tal vez como la mayoría de los adolescentes.

Es curiosa la época de la adolescencia, con ése inconformismo que se apodera de nosotros y la increíble convicción de que a cualquier cuestión que se precie, creemos tener toda la razón del mundo porque, nuestra experiencia en la vida y sobre todo nuestro arrogante y desafiante tono de voz, nos avalan y legitiman.

Los padres se convierten en enemigos y completos desconocidos, que nos avergüenzan y ofuscan allá dónde vayamos. Pero en reallidad, todos estos hechos creo que son de lo más normal del mundo. Al fin y al cabo, es una época en la que nuestro cuerpo está sufriendo cambios y no siempre para bien, pues quién no recuerda el horrible acné juvenil. Aún recuerdo el enorme grano en la nariz que lucí mi primer día de instituto, o el de la mejilla, que justo tuvo que plantarse ahí grande, rojo y brillante, la primera noche de fin de año que acudí a una fiesta con mis amigas. Y además del acné estaban las clases, con sus profesores y sus suspensos, los padres y sus reprobadoras miradas a la hora de comer y lo peor de todo, los desengaños amorosos. Hay qué ver cómo es un desengaño en la adolescencia, aunque para ser justos, no creo que tengan mucha diferencia con el resto de desengaños. Éso ha sido algo que al cabo del tiempo y a lo largo de los años, no ha dejado de sorprenderme, porque da igual la edad que tenga la persona enamorada, el desengaño siempre es el mismo, el dolor no cambia, y las preguntas son siempre las iguales.

El caso es que, desde la tarde que pasé con mis amigas y que me hablaron de Roberto, los hechos comenzaron a sucederse tan sucesivamente, que en mi cabeza, los únicos recuerdos que tengo de entonces, son con Roberto. Y por supuesto, la vida seguía, aún sin él, o así debió ser, pero yo no lo recuerdo de ésa manera. En mis recuerdos, desde aquella tarde, todo gira en torno a él. A Él.



Durante

la semana, nuestras conversaciones y planes, giraban en torno a la gran fiesta que tendría lugar el sábado siguiente. Resultaba que, Lola y otras, quienes acudían a un colegio de Madrid, se marchaban durante un mes a Irlanda junto con otros compañeros y compañeras de clase. Por este motivo, Lucía, había conseguido que sus padres le dejasen hacer una fiesta en casa.

Yo me ponía muy nerviosa cada vez que sabía que los chicos del colegio de Madrid, vendrían el fin de semana.

Se trataba de un amplio grupo de chicos y algunas chicas. Ellas eran muy majas, aunque normalmente solían escandalizarme con sus comentarios subidos de tono y las experiencias que ya habían tenido para con los chicos. Ellos eran guapos, simpáticos, divertidos. Durante un tiempo a mí me había gustado Pablo, moreno y con los ojos azules. Cómo me había llegado a gustar ése chico, pero a él le había gustado Virginia y, aunque ella no le había correspondido, allí estaban otra vez las miradas de tristeza y compasión de mis amigas.

Y la culpa de mis rapidísimos enamoramientos, la tenía mi desvocada imaginación. Tan pronto se ponía mi mente a divagar, imaginaba historias tan bonitas e idílicas que al final, de alguna manera, las creía como ciertas o esperaba que realmente algún día se cumpliesen y entonces ya, mi corazón se había puesto a palpitar enamorado de una ilusión creada en mi cabeza.

La tarde de la fiesta, fui a casa de Inés, pues me había prometido que me iba a poner tan guapa que Pablo se enamoraría de mí.

Recuerdo que cuando me alisó el pelo, lo pasé realmente mal, porque me daba muchos tirones y el calor del secador me estaba abrasando la cabeza.

-¡No me tires así!

Gritaba yo a través del ruido del secador de pelo.

-¿Quieres estar guapa?

Decía ella entonces.

-¡Claro!

-¡Pues para estar bella hay que sufrir!

Concluía ella.

En realidad, Inés tenía que sufrir poco. Ella era bella por naturaleza. Era alta y delgada. Y su piel era ligeramente bronceada. Tenía el pelo negro, largo y brillante y a un montón de chicos suspirando por una mirada de sus ojos oscuros y de larguísimas pestañas.

Yo por el contrario, siempre he sido bajita, llenita y pechugona, así que cuando caminaba junto a ella, era evidente hacia quién iban dirigidas todas las miradas masculinas. Pero Inés era buena y siempre hacía conmigo un gran trabajo. Solía maquillarme, peinarme e incluso me prestaba su ropa tan bonita y moderna.

Cuando por fin acabó la tortura de mi alisado de pelo, Inés comenzó a maquillarme. Todo lo hacía con sumo cuidado y a mí se me hacía un proceso extremadamente largo, pero que aguantaba con resignación, todo fuese por gustar a Pablo.

Recuerdo que ése día estrené una camiseta rosa y que Inés me dejó una falda vaquera por la rodilla adornada con unos flequitos azules y para concluir con el modelito, me puse unas sandalias de tacón. Yo no solía usar tacones, así que cuando me puse las sandalias, intenté ponerme ne pie con dificultad.

-Inés, creo que sería mejor ponerme unas sandalias bajitas. Con estas me cuesta andar.

-Sherezade, -empezó Inés muy seria- vas a cumplir quince años, así que ya es hora de que aprendas a caminar con zapatos de tacón. Además, no te preocupes, yo iré todo el tiempo a tu lado, así que no tengas miedo por si tropiezas, yo no dejaré que te caigas.

Sonreí, aunque las palabras de Inés, no me convencieron del todo. Yo era tan torpe que, incluso llevando al lado a Inés, de seguro que acabaría en el suelo.

Miré el reloj y comprobé que sólo faltaban diez minutos para las siete, hora en la que deberíamos estar en casa de Lucía.

-¡Inés! Ya deberíamos estar en casa de Lucía.

-Sí.

Respondió tranquilamente mientras se aplicaba máscara de pestañas.

-¡Pero date prisa!

Volví a decir impaciente.

-Tranquila-me dijo Inés interrumpiendo su tarea y mirándome muy seria-no está bien llegar puntuales. Tampoco hay que llegar muy tarde, pero sí un poquito. Y así tendremos una gran entrada triunfal, porque ya todos habrán llegado y al entrar nosotras, todo el mundo nos mirará.

Sonreí y asentí. Definitivamente, Inés tenía toda la razón del mundo. Sin duda, llegar un pelín tarde a una fiesta, era lo mejor que podíamos hacer. Al menos al entrar, Pablo me miraría y con lo guapa que me había dejado Inés, como minímo, se quedaría sorprendido.

Y por fin, en lo que a mí me pareció una eternidad, Inés estuvo preparada.

Estaba radiante. Iba vestida muy parecida a mí. En realidad, por aquella épca, todas vestíamos prácticamente igual, pero la diferencia entre ella y yo, era abismal. Tan guapa, alta y esbelta era Inés.

Por fin llegamos a la deseada fiesta y ya estaban todos allí. Los chicos del colegio de Madrid, entre los que se encontraban Pablo y Sergio, el chico que le gustaba a Inés. También estaban las chicas del colegio, las cuales parecían más mayores que nosotras. Y mis amigas, Lola, Carolina, Gabriela, Virginia, Lucía, Emilia y Sonia.

Inés y yo cruzamos el pasillo y sentí todas las miradas clavadas en nosotras. Me agarré del brazo de Inés y ella dijo en susurro:

-Camina más erguida.

Intenté hacerlo, pero entonces, justo cuando cruzaba el umbral del salón y absolutamente todos los allí presentes me miraban, me torcí el tobillo y di el traspiés más horroroso, cómico y vergonzoso de toda la historia.

Carolina se tapó la boca para evitar reírse y las demás también disimularon su risa contenida. El resto no sé lo que hizo porque no me atreví a mirar.

Miré a Inés buscando consuelo y entre dientes, aunque también conteniéndose, me dijo:

-Como si nada, sigue caminando.

Comenzamos a saludar a todo el mundo y cuando hubimos acabado, fuimos a la mesa de las bebidas.

A pesar de nuestra temprana edad, habíamos conseguido algunas botellas de alcohol, como martini, licor cuarenta y tres y malibú. También había muchos batidos de chocolate, ya que era lo único que bebía Lucía.

Me serví una copa de martini con limón y la música comenzó a sonar.

La fiesta se desarrolló con normalidad. Yo lanzaba de vez en cuando miradas a Pablo, pero él no hizo en ningún momento, el más mínimo gesto que indicase a penas un ápice de interés hacia mí. En cambio, Inés estaba teniendo más suerte y no había dejado de hablar con Sergio.

Sergio era moreno y con los ojos verdes y tenía dieciséis años. Tenía dos hermanos gemelos de catorce años, también morenos y de ojos verdes. Los tres muy guapos. Yo me había llevado muy bien con uno de los gemelos, Daniel, y en algún momento llegué a pensar que yo le podía gustar, hasta que una noche se besó con Emilia.

A Lucía le gustaba el otro de los gemelos, pero ella era tan tímida que todos sabíamos que nunca llegaría a pasar nada entre ellos. A Lucía solíamos llamarla "pequeña Luci". Porque era muy chiquitita, bajita y delgada. Tenía los dos dientes delanteros, graciosamente separados y solía llevar su pelo negro en un moño bajo muy tirante. Era guapa y siempre se maquillaba sus ojos pequeños y brillantes con sombras bastante llamativas. Solía llevar camisetas ajustadas en tonos rosas y morados, lo que la hacía parecer aún más delgada. Y hablaba poco, pero siempre estaba riendo. Las dos nos llevábamos muy bien y supongo que en gran parte se debía a que yo, de alguna manera, me sentía muy identificada con ella, porque solía sentarse un poco apartada del resto de la gente y observaba todo, mientras bebía sus batidos de chocolate. Yo solía sentarme junto a ella y le hablaba de los chicos que me gustaban y que no me hacían el más mínimo caso. Estaba bien hablar con ella, porque escuchaba y no interrumpía.

-¿Te parecen aburridas mis historias?

Solía preguntar yo cuando ya llevaba un buen rato hablando.

-No, no te preocupes. Me gustan tus historias-decía entonces ella amablemente-eres muy behemente al contarlas.

Durante ésa fiesta, como en el resto de ocasiones, me senté junto a ella y yo, mientras bebía martini, observaba al resto de asistentes.

Cuando ya iba por la segunda copa, la behemencia de la que hablaba "la pequeña Luci", fue sustituida por un triste tono patético:

-¡Ay "pequeña Luci"! ¿No crees que mi vida amororsa es desastrosa? Fíjate, Iván ni si quiera me ha mirado nunca.

-Pero Sherezade, Iván es mayor, es normal que no se fije en chicas de nuestra edad.

-¿Y Alberto? ¿Qué me dices de Alberto?

-Alberto te invitó a dar una vuelta y fuiste tu quien le rechazó.

-¡Sí, pero por vergüenza! ¡Y mira, ahí está Pablo y ni si quiera me ha mirado! ¡Y no sabes lo que he sufrido al alisarme el pelo! ¡Y me duelen los pies por llevar tacones!

Lucía rió ligeramente y también en tono apagado, dijo:

-Bueno, tampoco a mí me ha mirado Lucas.

-¡Somos tan desgraciadas! Cómo me gustaría ser guapa de verdad, en ese caso mi novio sería Jesús, porque aunque me han gustado muchos, muchísimos chicos, creo que él ha sido el que más de todos. ¡Pero soy fea y él ha preferido a "Miriam, la rubia"!

Y al decir estas últimas palabras, me puse a llorar sin poder evitarlo.

-Sherezade-empezó Lucía sorprendida-¿estas llorando?

-¡Sí, Lucía! Lloro porque tengo muy mala suerte y porque soy fea y porque en el instituto los repetidores de clase se meten conmigo.

-Será mejor que dejes de beber martini-me dijo mientras me quitaba la copa de la mano-vamos al baño a refrescarte.

En el baño, "la pequeña Luci", me mojó la nuca y me hizo beber agua. Después, me senté en el retrete y continué llorando.

-¡Oh! Vamos, Shere, no llores. Ninguno de ésos chicos se merece que tu llores por ellos.

La miré y sonréi.

-Eres tan buena. ¿Nos vamos a bailar? Tienes razón, así que vamonos al pub, es posible que esta noche conozcamos a nuestros príncipes.

Y las dos reímos sonoramente.



Por el camino, de casa de Lucía al pub, a mí se me hacía algo complicado caminar. La copa de martini había hecho su efecto y los tacones, no me facilitaban demasiado la tarea.

-"Pequeña Luci", por favor no me sueltes. Y si viésemos a mis padres, por favor, habla tu.

Lucía, tan risueña como siempre, se reía a cada palabra que yo decía. Pero ella era una muchacha responsable, bonita y que sacaba muy buenas notas, así que si nos cruzábamos con mis padres y era ella quién hablase, nunca sospecharían que yo había tomado una copa y media de martini.

Y por fin llegamos al pub al que solíamos ir. Era aún muy temprano y la gente que allí iba a ésa hora, no pasaba de los diecisiete años y cada fin de semana éramos los mismos.

Nada más entrar, fui corriendo a sentarme a un taburete, tanto me dolían los pies.

Paseé tranquilamente la mirada entre las pocas personas que había.

Pude ver a todo el grupo, bailando y riendo, parecía que se divertían mucho y además, Inés continuaba hablando con Sergio, sonréi alegrándome por ella.

Vi también a Jesús con "Miriam, la rubia" y no pude evitar que mi gesto se transformara en una mueca de disgusto.

Había también varios alumnos del isntituto, algunos se acercaron a saludarme.

Y entonces, ya distraída, continué mirando a la gente, pero ya sin ningún interés. Carolina bailaba con Lola y entre las dos, Le vi.



No puedo expresar lo que sentí. Estaba apoyado en la barra y en el mismo preciso instante en que mis ojos le vieron, mi corazón se desvocó por completo. Me llevé las manos al pecho y supe que me había enamorado. ¿Todos los enamoramientos anteriores? No eran nada comparado con esto. ¿Acaso era posible sentir algo tan increíblemente fuerte al ver a una persona? Debía serlo, porque yo lo estaba sintiendo.

Me sentía triste y feliz a la vez. Quería reír y llorar a un tiempo. Toda yo me estremecí y todo ante mis ojos desapareció, pues únicamente a él podía ver.

Y aún le recuerdo como si fuera ayer. Apoyado en la barra de forma casual, con una camisa de cuadros en tonos ocres y amarillos. Y unos ojos negros y ligeramente rasgados tras unas gafas de pasta.

Y me quedé así, contemplándole, no sé durante cuánto tiempo. Pero no podía dejar de mirarle. Era tan perfecto. Y lo supe. Supe que él, fuese quién fuese, era ÉL.



-Carolina.

-¿Qué pasa Sherezade?

-Me he enamorado.

Carolina rió escandalosamente.

-Pero Shere, tu te enamoras cada día.

-¡No, no! No lo entiendes, esta vez es de verdad.

-¿De quién?

Preguntó en tono cansino.

-De él.

Respondí señalando al chico de la camisa de cuadros.

Carolina le miró e inmediatamente, como incrédula me miró a mí para volver a reír.

-¡Ay, Shere! Pero ése es el chico del que te hablamos ¡es Roberto!

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