martes, 2 de septiembre de 2014

2. LA BODA


El día de la boda, fue un día soleado. Era el verano de mis catorce años.


Ése invierno había comenzado a ir al instituto. Y qué diferente fue el instituto de cómo me lo imaginaba, a cómo fue en realidad.

En mi imaginación, el instituto era igual a los de las películas americanas, con animadoras y un montón de chicos guapos. Bailes de primavera con horquídeas, vestidos largos y limusinas. Y era por todas aquellas comedias románticas americanas, que yo había comenzado a imaginar cómo sería mi primer curso en el instituto.

Me ocurriría lo mismo que a todas las protagonistas de las peliculas. Sí, yo sería la chica fea que al final va al baile con el chico guapo. Le enamoraría con mi personalidad, pero al final, cuando me viera vestida para el baile, también me vería absolutamente hermosa. Y no es que yo tuviera una personalidad como para enamorar y, para ser justos, tampoco era fea del todo. Lo que pasaba era que, tenía una personalidad algo tendente a la tristeza, tal vez una tristeza provocada a menudo por los desengaños amorosos, lo que había provocado además, que fuese cada vez más tímida e introvertida para con los chicos. A penas hablaba con ellos, y cuando reía, me tapaba la boca porque no me gustaba mi sonrisa. Casi nunca participaba de las conversaciones, y me limitaba a observar y a escuchar. Y en cuanto a mi físico, muchas veces me habían dicho que no era fea, era sólo que llevaba un estilo poco favorecedor. Pero es que tampoco era fácil vestir a la moda cuando no se tiene dinero ni interés por la moda. Algunas veces, mi amiga Inés me había peinado, maquillado y prestado ropa. Y entonces me había visto guapa de verdad.

Pero en el instituto las chicas eran más altas, más delagadas, más guapas y más divertidas que yo. Así que realmente el primer año fue un auténtico infierno. A mi clase sólo íbamos seis chicas y el resto eran brutos repetidores, desagradables y obtusos.

Aquellos horribles muchachos, se pasaban el día piropeando a todas las chicas de clase, excepto a mí y a la empollona de gafas. Y no es que me afectase especialmente, lo malo era cuando se cansaban de piropearlas a ellas y comenzaban a meterse conmigo. Bueno, yo opté por tomármelo con filosofía, ya que, al menos, tenía en mi clase a mi mejor amiga, Virginia.

Virginia fue mi primera amiga cuando entré en el colegio con sólo cinco años. Habíamos crecido juntas y siempre habíamos ido a la misma clase. Fue un auténtico horror cuando el primer día de instituto descubrimos que iríamos a clases diferentes. Para mí fue una auténtica tragedia. Cada primer día de curso, había ido con ella, así que el primer inicio más importante de toda mi vida, no podría superarlo sin ella cerca, de eso estaba completamente segura.

Virginia era rubia y guapa y tenía unas pecas sobre la nariz que yo siempre había envidiado. Por el contrario, ella las odiaba y solía echarse zumo de limón en un desesperado intento por eliminarlas. Pero las pecas nunca se fueron y a día de hoy, sigue teniendolas, lo que continúa dándole ése aspecto tan característico suyo de niña traviesa, a pesar de sus veintinueve años.



Recuerdo aquellos primeros días de instituto en los que aún estábamos en clases separadas. Yo no me atrevía a salir del aula, pues el hall me parecía peor que una jungla, así que, solía asomarme con cuidado en busca de mi amiga Virginia, quien hacia lo mismo desde su pasillo. Y entonces, cuando nos habíamos localizado la una a la otra, corríamos hasta la mitad del hall, donde por fin nos juntábamos. Y cuando sonaba la sirena para volver a clase, corríamos cada una en una dirección y antes de entrar en clase, nos decíamos adiós con un gesto de la mano.

Pero Virginia, que seimpre fue muy inteligente, comenzó a mover papeles y a tener citas con la secretaria del instituto, y al final, consiguió que la cambiaran de clase para venir conmigo y así, los oscuros y grises días de instituto, fueron mucho más llevaderos en su compañía.

Aunque las clases no fueron como yo me las imaginaba, sí que había un chico guapo: Alberto. Y era tan guapo.

Cada mañana, en la entrada, le veía en la puerta del instituto. Él solía quedarse en la puerta unos minutos, mientras se fumaba un cigarro. Y aunque tenía aún cara de niño, tenía ése aspecto de chico malo que tanto gusta a las adolescentes. Tenía una scooter, una cicatriz en la mejilla izquierda y un pendiente en la oreja derecha. Y cómo suspiraba yo cada mañana al verle.

Pronto todas mis carpetas y cuadernos se llenaron de su nombre y un fatídico día, en el que dos de los brutos de mi clase, me habían quitado uno de los cuadernos y jugaban a pasárselo entre ellos, yo en medio de ellos, intentaba por todos los medios recuperar el cuaderno. Y no era por el cuaderno en sí, sino porque podrían ver una poesía que le había dedicado a Alberto. Y como desde mi nacimiento, parece que los astros se han confabulado para que siempre me ocurran cosas ridículas y desastrosas, efectivamente, el cuaderno se calló y como una de ésas horribles casualidades, se abrió por la página de la poesía. Yo me lancé corriendo a por el cuaderno, pero no fui tan rápida como ellos.

Recuerdo que leyeron la poesía en voz alta y en medio de toda la clase, y yo entonces, me quise morir.

Me senté en mi pupitre y hundí la cabeza en los brazos. Pero el episodio aún no había acabado y los muy patanes, le llevaron la poesía a Alberto.

Absolutamente todo el instituto se enteró de que me gustaba Alberto y casi era más vergonzoso que lo supieran todos a que lo supiera él mismo, pues yo no era la única a la que le gustaba Alberto y, no quería volver a pasar por la humillación y las miradas de tristeza de mis amigas, junto con las risas entrecortadas de las chicas del instituto.

Pero cuando Alberto se enteró, no pasó nada, por el contrario, en una ocasión vino a verme al banco en el que yo solía estar con mis amigas. Realmente no me lo podía creer. Pero yo era demasiado tímida e insegura como para creer que Alberto pudiese tener intenciones para conmigo, así que cuando me dijo que si íbamos por ahí a dar una vuelta, yo le dije que tenía que marcharme a casa.

Muchas veces me he arrepentido de aquello, pero creo que, aunque volviese a vivir ése día, una y mil veces, habría hecho lo mismo, tal era mi vergüenza e indecisión.

Muchas veces, incluso ahora, he pensado qué habrá sido de Alberto. Tal vez se haya casado o viva en el extranjero.



Me despertó el canto del gallo. Me gustaba dormir en el pueblo porque me encantaba oír en el amenecer, tanto el cantar del gallo, como el repicar de las campanas de la iglesia.

Me desesperecé lentamente y pensé que era un gran día. El día de la boda de la prima Carla.

Miré a mi alrededor antes de levantarme. La habitación de la casa de la abuela, nunca cambiaba. Año tras año estaba absolutamente igual y mi madre afirmaba que también era así cuando ella era pequeña.

Había grandes camastros de hierro de forja, con unos incomodísimos colchones de lana. También había algunas muñecas antiguas y había una que me gustaba especialmente porque llevaba minifalda, botas altas y sombrero cordobés, mi madre la llamaba, la rejoneadora. De pequeña muchas veces había querido jugar con dicha muñeca, pero nunca me la habían dejado y nunca he entendido porqué. Pues si ésa muñeca tiene tanto valor para mi madre y mis tías, en realidad, nunca se han preocupado demasiado por ella, sino que la pobre sigue en la habitación del pueblo, sola y acumulando polvo.

También había un gran espejo dorado colgado de la pared. Mirarse en él no servía de nada, ya que la imagen que se reflejaba era completamente borrosa. Mi madre afirma que el espejo tiene más de cien años.

Pero no sólo me gustaba dormir allí por la muñeca rejoneadora y ésos amaneceres tranquilos con olor al humo de las chimeneas, sino porque aquellas paredes traían muchos recuerdos de mi infancia a mi mente.

Allí en el pueblo me había enamorado de David, el de los ojos color avellana y él había sido probablemente mi primer amor.

Recordé cuando todos los primos dormíamos juntos y contábamos chistes y hacíamos bromas. Pero sobre todo me acordé de mi primer beso, de aquel que, como un fantástico presagio, marcaría desde ése mismo día y para siempre lo que fue y ha sido desde entonces, mi vida amorosa.



Me levanté de la cama con pereza, pero nerviosa por la boda. La verdad es que, en un principio, no quise acudir al evento. Yo ya tenía catorce años y pasar un sábado en una gran reunión familiar, no me apetecía nada. Lo que yo quería, era salir con mis amigas. A Jesús sólo podía verle los sábados y por ir a la boda, ése sábado no le vería y tendría que esperar una semana más para verle. Pero bueno, para ser justos, tampoco importaba demasiado si le veía o no, pues como el dueño de mi primer beso, Jesús tenía novia.

Bueno, yo ya me había besado con un chico con novia, podría volver a hacerlo. Pero mejor que no. La novia de Jesús me daba auténtico pavor, sería mejor guardar las distancias. Ella, incluso antes de ser novia de él, ya se había encargado de asegurarse de que yo no me acercase a Jesús.

Creo que uno de los episodios más horribles que viví en el instituto, fue con ella. Yo, tan buena e inocente, medrosa por los pasillos y siempre con la cabeza gacha, por miedo a que los repetidores y repetidoras pudieran reprenderme tan sólo por mirarles. Pues resultó que un día a mitad de curso, cuando yo ya me había acostumbrado a las bromas e insultos a los novatos, al final de las clases y en la puerta del instituto, estaba esperándome "Miriam, la rubia", una muchacha guapa, rubia, como indicaba su poco original apodo. Altiva y conocedora de su propio atractivo.

-Perdona...-empezó dirigiéndose a mí- ¿eres Sherezade?

Me quedé sorprendida de que "Miriam la rubia", supiera ni si quiera de mi insignificante existencia, así que, mitad sorprendida, mitad precavida, respondí:

-Soy yo.

Sonrió maliciosamente antes de seguir:

-Olvidate de Jesús.

Mis ojos se agrandaron por la sorpresa y ya un montón de alumnos cotillas y ansiosos de ver una pelea, se agrupaban a nuestro alrededor.

Miré sorprendida en todas direcciones. Primero a "Miriam, la rubia" y después al resto de personas que miraban deseosos de poder contemplar una bronca. También miré a Virginia, esperando encontrar en su miraba, consuelo y ánimo, pero creo que ella estaba más amedrentada que yo. Así que, consciente de que estaba completamente sóla, me arme de valor y como pude, dije:

-¿Y porqué debería olvidarme de él?

Miriam rió sonoramente y me miró casi incrédula.

-¿Cómo que porqué? Por que a mí también me gusta. Así que más vale que ni vuelvas nunca a hablar con él.

No me lo podía creer. ¿Qué derecho tenía ella para decirme lo que tenía que hacer por muy guapa y delgada que fuese? No se lo iba a permitir.

-Perdona...-comencé recelosa-yo entiendo que te guste Jesús-y entonces las palabras comenzaron a fluir:-pero éso no te da derecho a venir aquí y decirme lo que tengo que hacer. Es verdad que Jesús me gusta, todo el mundo lo sabe y si a ti también te gusta, no es problema mío. Tal vez yo no le guste a Jesús y puede que nunca le guste, pero no voy a consentir que nadie me diga quién me puede gustar y quién no.

Respiré y me quedé sorprendida de mí misma por haber sido capaz de decir todas ésas palabras seguidas a "Miriam, la rubia".

-Está bien-dijo ella con un tono que me heló la sandre-tienes razón... así que en ése caso... que gané la mejor.

Me quedé sin palabras. Me había retado públicamente y lo peor era que, ella, todos los que allí observaban y sobre todo yo, sabíamos quién ganaría.

Y efectivamente, así fue, pocas semanas después, "Miriam, la rubia", era oficialmente la novia de mi Jesús.



Bajé a la cocina para desayunar y allí estaban mi madre, mis tías y la futura novia. Todas reían escandalosamente y mi tía Sol, preguntaba con ansiedad si todo estaba debidamente preparado: el vestido, los zapatos, el velo...

Nadie se dio cuenta de mi presencia, y si se dieron cuenta, no me lo hicieron saber, tan ocupadas estaban comentando sus anecdótas de antiguos noviazgos en el pueblo.

Pensé que todas en la familia habíamos tenido nuestro primer beso en el pueblo, pero también me pregunté si alguna de ellas había tenido su primer beso con un chico que ya tenía novia. Yo no me sentía orgullosa de aquel primer beso, ni si quiera estaba segura de que aquel chico me gustase realmente. Pero tampoco importaba, ni si quiera había sido un beso de verdad. Más bien había sido un beso robado y aunque a mí se me había acelerado el corazón, no sentía nada por él.

Había sido el verano anterior, cuando yo tenía trece años. Toda la pandilla habíamos estado en el parque, hablando y comiendo pipas. En algún momento, él y yo nos habíamos quedado solos y aunque era un amigo del grupo, era un chico, así que, mi timidez pronto se hizo evidente.

Me crucé de piernas y apoyando la cabeza sobre una mano, intenté aparentar normalidad o aburrimiento, entonces él dijo:

-Sherezade.

Y al girarme ahí estaba el beso.

A penas duró unos segundos, pero los suficientes como para acelerar mi corazón y que la cara se me encendiera. Le miré sorprendida y él sonrió fanfarronamente.

-Me voy.

Dije secamente poniéndome en pie.

-¿No te habrás enfadado?

Preguntó él aún sonriendo.

-No, no es eso.

Me marché en silencio con la cabeza dándome vueltas. Me llevé una mano a los labios y no pude evitar sonreir. Acababa de tener mi primer beso... y en verano. Cómo en las películas.

Aunque desde luego, no había sido un beso de película. Y ni si quiera había sido con un chico que me gustase de verdad. Mi primer beso debería haber sido con Jesús, o con el chico vasco del viaje de fin de curso, pero no con Pedro. Además, Pedro tenía novia y yo la conocía. ¿Por qué habría hecho aquello? Bueno, sin duda se trataba de una broma. Aunque una broma de mal gusto y lo peor era que ahora él, me había robado mi primer beso. El beso que debería darme mi príncipe. El beso con el que el corazón se me acelerase de puro amor. El beso con el que vería fuegos artificiales. Mi primer beso. Mi beso de verdad. Y ahora ¿qué es lo que yo había tenido? Un beso robado con alguien que ni si quiera me gustaba y que además tenía novia. Así que ahora sólo había una cosa que hacer: buscar al dueño de mi primer beso verdadero y hacer por todos los medios que me lo diera. Yo necesitaba tener mi primer beso de cuento. Aquel no podría quedarse como primer beso.



Mientras desayunaba en la cocina, entre las escandalosas risas de mi madre y mis tías, reviví en mi memoria aquel primer beso con Pedro y también el segundo y el tercero. Y ninguno de ésos había sido mi primer beso.

El segundo había sido con un compañero de clase. Parecíase que yo siempre le había gustado, desde que éramos muy pequeños. Así que bueno, algo presionada por mis amigas, una noche fuimos a pasear por el parque y dejé que me besara. Vaya, aquel beso fue muchísimo más horrible que el primero. Al menos el primero había sido seco, pero éste... éste había sido tan humedo. Definitivamente, aquel tampoco era mi primer beso.

Y el tercero, bueno, no había estado mal. Yo ya tenía catorce años y él dieciséis, así que su experiencia era notoria en las artes amatorias del beso, pero aún así, no sentí mariposas, ni fuegos artificiales y aunque placentero, no era mi primer beso.

Sonreí

recordando aquellos besos y cada uno me pareció más cómico que el anterior. Y entonces suspiré anhelando mi primer beso de verdad. Ya tenía catorce años y sólo quedaban cuatro meses para cumplir los quince y aún no había tenido mi primer beso. Era frustrante. La mayoría de las chicas de mi edad, al menos ya habían salido con dos o tres chicos. Yo nunca había salido con nadie. Si Iván, el de los ojos azules me pidiese salir... claro que él tenía dieciocho años y nunca me pediría salir. Aunque mi sabía amiga Inés, me había dicho que cuando yo fuese más mayor, Iván y yo acabaríamos juntos, pues entonces, la diferencia de edad, no se notaría tanto. Yo creía firmemente todo lo que ella decía, así que ya había comenzado a imaginar cómo sería el día en el que, yo, con dieciocho años e increíblemente hermosa, Iván se me declararía.


También me hubiese gustado salir con Alberto, pero perdí la oportunidad, así que ya no había vuelta atrás, aunque bueno, el nuevo curso estaba a a vuelta de la esquina y yo sería veterana, tal vez éste curso fuese mejor de lo que había sido el primero y entonces Alberto, tal vez...

Y con todos estos pensamientos cruzando por mi mente, mi tía Sol me sacó de ellos empleando su característico tono que a todo los primos nos hacía erizar hasta el bello de la nuca:

-Bueno, ¿tú qué haces? ¿Es que no tienes que ducharte y arreglarte o qué pasa?

La miré y evité reirme al recordar que mis primos y yo solíamos llamarla "tía sargento".

Ni si quiera respondí, volví a la habitación y me preparé para la ducha.



Cuando me hube duchado, volvi a la planta de arriba, donde estaban las habitaciones, en busca de mi ropa. Pero mi madre y mis tías, no me dejaron pasar más allá de las escaleras.

-¿Pero qué pasa?

Grité enfadada.

-¡Que no puedes pasar y ya está!

Dijo mi tía sargento.

-Pero me tengo que vestir y además, yo también quiero ver el vestido de novia.

-No digas tonterias-me respondió y cerrando la puerta, oí que le decía a mi madre:-tu hija quiere su ropa. Anda, dásela.

A los pocos minutos, mi madre abrió un poco la puerta y por una fina ranura que había dejado me entregó mi ropa.

-Mamá, yo también quiero ver a la prima.

Dije suplicante.

-¡Anda, no seas pesada y vete a cambiar!

Bajé las escaleras muy enfadada y me encerré en el baño pensando que ya me casaría yo y entonces, ninguna de ellas me verían el vestido ni me ayudarían a vestirme, porque éso lo harían mis cuatro amigas, que además serían mis damas de honor.

Lo tenía todo planeado, hasta el más mínimo detalle. Mi vestido sería igualito al vestido blanco de Sisí emperatriz cuando baila con Francisco José y, mis damas de honor, llevarían delicados vestidos verdes de gasa y organdí, a juego con los detalles de mi vestido. El ramo de flores, sería un buque de margaritas blancas, mis flores preferidas. El recogido sería igual al de Meg, de Mujercitas y, como adorno, una bonita tiara de plata y tran brillante como las estrellas.



Una vez la novia hizo su entrada en la iglesia, me imaginé a mí misma entrando en el día de mi boda. ¿Pero quién me esperaría en el altar? Alberto era un buen candidato, aunque, que me esperasen los clarísimos ojos azules de Iván, sería como un auténtico sueño. Pero claro, si finalmente pudiése casarme con David, mi primer amor. Sí, definitivamente, me casaría con David.


No hay comentarios:

Publicar un comentario