jueves, 18 de septiembre de 2014

3. ROBERTO


 
Lo cierto era que, a pesar de que yo anhelaba con toda mi alma un beso de verdad, romántico y de cuento de hadas, como los de las novelas de Bárbara Cartland, tampoco conocía a nadie en la vida real que lo hubiera tenido.

Los primeros besos de mis amigas, tampoco habían sido románticos y tiernos, o al menos así lo pensaba yo.

Inés, se había besado por vez primera con Diego, el primo de nuestro amigo Dani y el único chico que no me atemorizaba. Y aquel beso a mi parecer, había sido de las historias más horrorosas, cómicas y patéticas que me habían contado. Resultaba que Diego tenía una pequeña herida en la comisura de los labios que, al besar a Inés, se había abierto y había empeorado, por lo que dos días después, había ido diciendo por ahí que Inés no sabía besar y que le había hecho una herida en la boca. Inés, al enterarse del bulo que había ido él soltando por ahí, no dudó ni un momento en ir hasta él y decirle que era un mentiroso y que el que no sabía besar, era él.

Por otro lado, estaba Lola, que había sido la primera, con sólo once años. A mí me pareció escandaloso cuando me enteré, pero mucho más escandaloso fue saber con quién se había besado. Nada más y nada menos, que con Javier, el chico más desagradable que yo había conocido en mi vida y uno de los repetidores que años después, me hizo sufrir en el instituto.

Mi adorada amiga Virginia, se había besado con Joni, un chico bastante ligón, que en realidad, cada fin de semana, tenía a una muchacha diferente con la que besarse. Pero a Virginia le gustaba él, así que un día, les encerramos en el baño del colegio y les obligamos a que se besaran. Cuando al cabo de unos minutos, los dos salieron del baño, el chico, algo ruborizado se marchó, pero en la cara de Virginia se veía la felicidad reflejada.

También estaba Carolina, y su primer beso había sido con Mario... bueno, tal vez ése, sí había sido un primer beso de verdad.

Y por último estaba nuestra nueva amiga Daniela, que era prima de Lola.

Cuando conocí a Gabriela, a los once años, realmente me pareció la chica más guapa que yo había visto nunca. Era rubia y con ojos azules y su cara era igual a la de los ángeles. Y según nos había contado, su primer beso había sido en un campamento con un chico muy guapo, pero que no le había gustado nada el beso porque él había abierto demasiado la boca.

A mí me resultaba envidiable la forma que tenía Gabriela de relacionarse con los chicos. Viéndola a ella, parecía algo muy fácil y sencillo, el problema era que, yendo con ella, los chicos ya no veían otra cosa que no fueran sus ojos azules.



Y estando yo en el baile de la boda, mis amigas estaban en otro baile.

A pesar de nuestra juventud, desde hacía unos meses, habíamos empezado a pintarnos como puertas y a vestirnos como lo hacían las chicas de dieciocho, así que gracias a ello, entrábamos sin problemas a un pub del barrio.

Lo que pasó aquella noche, me lo han contado como un millón de veces, pero yo nunca me he cansado de oirlo porque, creo que fue precisamente entonces cuando todo comenzó. Cuando nuestras vidas de alguna forma se encontraron. Cuando sin yo saberlo, se empezó a escribir mi eterna historia de amor.

-¡Qué pena que anoche no estuvieras con nosotras, lo pasamos muy bien!

Empezó diciendo Carolina el domingo por la tarde cuando nos encontrábamos todas reunidas en el parque al que solíamos ir.

-¿Qué fue lo que hicísteis?

Pregunté algo envidiosa.

-Fuimos al pub-continuó algo acelerada Lola-te lo hubiéses pasado muy bien. Estaban todos los chicos que te gustan: Jesús, Julio, Iván...

Sonreí, aunque en realidad, estaba muerta de envidia.

-¡Y conocimos a unos chicos!

Añadió Carolina.

-¿A quiénes?

Pregunté con más envidia aún.

-Eran mayores.

Empezó Virginia.

-¡Y guapos!

Siguió Carolina.

-¡Y muy divertidos!

Intervino Lola.

-Eran estúpidos y pedantes-dijo Inés-pero había uno...

Todas rieron. Y es que, tal vez ellas también lo sabían y es posible que ya todas lo supiéramos. Lo que no sabiamos y ni si quiera hubiésemos imaginado nunca, es que, tantos años después, seguiríamos hablando de aquella noche de junio del año 2000.

-¿Qué pasa?

Pregunté sonriendo confusamente al ver que todas me miraban y reían con una estúpida risa nerviosa.

Se lanzaron elocuentes miradas entre ellas, y entonces Carolina, dándose cierta importancia e irguiéndose mucho, dijo:

-Está bien, yo se lo cuento:-todas guardaron mucho silencio y yo la miré completamente descolocada-Verás, conocimos a tres chicos de diecinueve años.-otra vez rieron todas, pero Carolina, con una mirada reprobadora, hizo que volviesen a guardar silencio-van a la universidad... y a ti, te gustan los chicos mayores que van a la universidad, ¿verdad?

-Bueno, sí. Son maduros y cultos.

Respondí sin saber muy bien adónde quería llegar Carolina con todo aquello.

-Sus nombres son: Sergio, Oscar y Roberto-todas volvieron a reir- ¡Callaos! A mí, el que más guapo me parece es Oscar.

-¡Y a mi Sergio!

Intervino Lola rápidamente.

-Pero a ti te gustará Roberto.

Concluyó Virginia bastante serena.

Sonreí.

-¿Y por qué estáis tan seguras de que ése tal Roberto me va a gustar?

Todas rieron nuevamente y Lola dijo:

-Porque a ti te gustan todos.

-¡No es verdad!

Respondí ofendida.

-No las hagas caso-empezó Gabriela esta vez-lo que ocurre es que, Roberto es el chico que dices que quieres. Es mayor, universitario, guapo, divertido y lo mejor de todo es que lleva gafas.

En realidad, Gabriela tenía razón en todo lo que había dicho. Efectivamente, así era mi chico ideal. Para ser más exactos, así sería mi futuro novio-amigo.

Después de haber vivido un montón de desengaños en el último año y haber comprobado tanto por experencia propia como por la de mis amigas, que los muchachos eran pueriles e inmaduros, decidí que, ya nunca me gustaría nadie de mi edad, sino que, siempre me fijaría en chicos al menos, cinco años más mayores, pues éso me aseguraría que serían un poco más maduros. Pero no bastaba con ésa madurez. A mí me gustaba leer y era fantasiosa, así pues, él debería ser culto y amante de la lectura y sobre todo tener una imaginación desbordante y así, en las noches estrelladas de verano, podríamos cogernos de la mano y volar más allá del mar, donde el atardecer se une con el amanecer y las cascadas son río y lluvia a la vez. Si pudiera ser, también debía ser gracioso y divertido y si llevaba gafas, ya no podría pedir más porque, me parecía que las gafas daba a los jóvenes un aspecto interesante e intelectual sumamente atractivo.

Sonreí ante las palabras de Gabriela y tímidamente, me atreví a preguntar:

-¿Les volveréis a ver?

Gabriela me rodeó con un brazo antes de hablar, un gesto muy característico que continúa haciendo.

-Esperamos que sí.

-¡Claro que sí!-exclamó Carolina- es raro que nunca antes les hayamos visto. Parece que son asiduos al pub. Y además, debemos verlos porque, hemos hablado a Roberto sobre ti...

Quizá fue en ése preciso instante en el que me enamoré. No lo sé. Al menos, ya tenía curiosidad por conocer a ése Roberto.

Por lo general, mi cabeza en seguida comenzada a imaginar y a crear fantásticas y románticas historias. Pero en aquella ocasión me contuve, no podía imaginar con alguien que ni si quiera conocía personalmente. Así que, continué imaginando con Iván. E imaginaba que, al llegar yo a los dieciocho o diecinueve años, sería una preciosa joven alta y delgada, con el pelo negro y rizado y que entonces, un día en el que Iván y yo coincidiésemos en un distinguido restaurante, él me reconocería y en seguida, se quedaría prendado de mi belleza, pues había pasado de patito a cisne.



No recuerdo muy bien qué fue lo que hice ésa semana. Ya estaba de vacaciones, así que supongo que lo único que hacía era vaguear y discutir con mi madre, tal vez como la mayoría de los adolescentes.

Es curiosa la época de la adolescencia, con ése inconformismo que se apodera de nosotros y la increíble convicción de que a cualquier cuestión que se precie, creemos tener toda la razón del mundo porque, nuestra experiencia en la vida y sobre todo nuestro arrogante y desafiante tono de voz, nos avalan y legitiman.

Los padres se convierten en enemigos y completos desconocidos, que nos avergüenzan y ofuscan allá dónde vayamos. Pero en reallidad, todos estos hechos creo que son de lo más normal del mundo. Al fin y al cabo, es una época en la que nuestro cuerpo está sufriendo cambios y no siempre para bien, pues quién no recuerda el horrible acné juvenil. Aún recuerdo el enorme grano en la nariz que lucí mi primer día de instituto, o el de la mejilla, que justo tuvo que plantarse ahí grande, rojo y brillante, la primera noche de fin de año que acudí a una fiesta con mis amigas. Y además del acné estaban las clases, con sus profesores y sus suspensos, los padres y sus reprobadoras miradas a la hora de comer y lo peor de todo, los desengaños amorosos. Hay qué ver cómo es un desengaño en la adolescencia, aunque para ser justos, no creo que tengan mucha diferencia con el resto de desengaños. Éso ha sido algo que al cabo del tiempo y a lo largo de los años, no ha dejado de sorprenderme, porque da igual la edad que tenga la persona enamorada, el desengaño siempre es el mismo, el dolor no cambia, y las preguntas son siempre las iguales.

El caso es que, desde la tarde que pasé con mis amigas y que me hablaron de Roberto, los hechos comenzaron a sucederse tan sucesivamente, que en mi cabeza, los únicos recuerdos que tengo de entonces, son con Roberto. Y por supuesto, la vida seguía, aún sin él, o así debió ser, pero yo no lo recuerdo de ésa manera. En mis recuerdos, desde aquella tarde, todo gira en torno a él. A Él.



Durante

la semana, nuestras conversaciones y planes, giraban en torno a la gran fiesta que tendría lugar el sábado siguiente. Resultaba que, Lola y otras, quienes acudían a un colegio de Madrid, se marchaban durante un mes a Irlanda junto con otros compañeros y compañeras de clase. Por este motivo, Lucía, había conseguido que sus padres le dejasen hacer una fiesta en casa.

Yo me ponía muy nerviosa cada vez que sabía que los chicos del colegio de Madrid, vendrían el fin de semana.

Se trataba de un amplio grupo de chicos y algunas chicas. Ellas eran muy majas, aunque normalmente solían escandalizarme con sus comentarios subidos de tono y las experiencias que ya habían tenido para con los chicos. Ellos eran guapos, simpáticos, divertidos. Durante un tiempo a mí me había gustado Pablo, moreno y con los ojos azules. Cómo me había llegado a gustar ése chico, pero a él le había gustado Virginia y, aunque ella no le había correspondido, allí estaban otra vez las miradas de tristeza y compasión de mis amigas.

Y la culpa de mis rapidísimos enamoramientos, la tenía mi desvocada imaginación. Tan pronto se ponía mi mente a divagar, imaginaba historias tan bonitas e idílicas que al final, de alguna manera, las creía como ciertas o esperaba que realmente algún día se cumpliesen y entonces ya, mi corazón se había puesto a palpitar enamorado de una ilusión creada en mi cabeza.

La tarde de la fiesta, fui a casa de Inés, pues me había prometido que me iba a poner tan guapa que Pablo se enamoraría de mí.

Recuerdo que cuando me alisó el pelo, lo pasé realmente mal, porque me daba muchos tirones y el calor del secador me estaba abrasando la cabeza.

-¡No me tires así!

Gritaba yo a través del ruido del secador de pelo.

-¿Quieres estar guapa?

Decía ella entonces.

-¡Claro!

-¡Pues para estar bella hay que sufrir!

Concluía ella.

En realidad, Inés tenía que sufrir poco. Ella era bella por naturaleza. Era alta y delgada. Y su piel era ligeramente bronceada. Tenía el pelo negro, largo y brillante y a un montón de chicos suspirando por una mirada de sus ojos oscuros y de larguísimas pestañas.

Yo por el contrario, siempre he sido bajita, llenita y pechugona, así que cuando caminaba junto a ella, era evidente hacia quién iban dirigidas todas las miradas masculinas. Pero Inés era buena y siempre hacía conmigo un gran trabajo. Solía maquillarme, peinarme e incluso me prestaba su ropa tan bonita y moderna.

Cuando por fin acabó la tortura de mi alisado de pelo, Inés comenzó a maquillarme. Todo lo hacía con sumo cuidado y a mí se me hacía un proceso extremadamente largo, pero que aguantaba con resignación, todo fuese por gustar a Pablo.

Recuerdo que ése día estrené una camiseta rosa y que Inés me dejó una falda vaquera por la rodilla adornada con unos flequitos azules y para concluir con el modelito, me puse unas sandalias de tacón. Yo no solía usar tacones, así que cuando me puse las sandalias, intenté ponerme ne pie con dificultad.

-Inés, creo que sería mejor ponerme unas sandalias bajitas. Con estas me cuesta andar.

-Sherezade, -empezó Inés muy seria- vas a cumplir quince años, así que ya es hora de que aprendas a caminar con zapatos de tacón. Además, no te preocupes, yo iré todo el tiempo a tu lado, así que no tengas miedo por si tropiezas, yo no dejaré que te caigas.

Sonreí, aunque las palabras de Inés, no me convencieron del todo. Yo era tan torpe que, incluso llevando al lado a Inés, de seguro que acabaría en el suelo.

Miré el reloj y comprobé que sólo faltaban diez minutos para las siete, hora en la que deberíamos estar en casa de Lucía.

-¡Inés! Ya deberíamos estar en casa de Lucía.

-Sí.

Respondió tranquilamente mientras se aplicaba máscara de pestañas.

-¡Pero date prisa!

Volví a decir impaciente.

-Tranquila-me dijo Inés interrumpiendo su tarea y mirándome muy seria-no está bien llegar puntuales. Tampoco hay que llegar muy tarde, pero sí un poquito. Y así tendremos una gran entrada triunfal, porque ya todos habrán llegado y al entrar nosotras, todo el mundo nos mirará.

Sonreí y asentí. Definitivamente, Inés tenía toda la razón del mundo. Sin duda, llegar un pelín tarde a una fiesta, era lo mejor que podíamos hacer. Al menos al entrar, Pablo me miraría y con lo guapa que me había dejado Inés, como minímo, se quedaría sorprendido.

Y por fin, en lo que a mí me pareció una eternidad, Inés estuvo preparada.

Estaba radiante. Iba vestida muy parecida a mí. En realidad, por aquella épca, todas vestíamos prácticamente igual, pero la diferencia entre ella y yo, era abismal. Tan guapa, alta y esbelta era Inés.

Por fin llegamos a la deseada fiesta y ya estaban todos allí. Los chicos del colegio de Madrid, entre los que se encontraban Pablo y Sergio, el chico que le gustaba a Inés. También estaban las chicas del colegio, las cuales parecían más mayores que nosotras. Y mis amigas, Lola, Carolina, Gabriela, Virginia, Lucía, Emilia y Sonia.

Inés y yo cruzamos el pasillo y sentí todas las miradas clavadas en nosotras. Me agarré del brazo de Inés y ella dijo en susurro:

-Camina más erguida.

Intenté hacerlo, pero entonces, justo cuando cruzaba el umbral del salón y absolutamente todos los allí presentes me miraban, me torcí el tobillo y di el traspiés más horroroso, cómico y vergonzoso de toda la historia.

Carolina se tapó la boca para evitar reírse y las demás también disimularon su risa contenida. El resto no sé lo que hizo porque no me atreví a mirar.

Miré a Inés buscando consuelo y entre dientes, aunque también conteniéndose, me dijo:

-Como si nada, sigue caminando.

Comenzamos a saludar a todo el mundo y cuando hubimos acabado, fuimos a la mesa de las bebidas.

A pesar de nuestra temprana edad, habíamos conseguido algunas botellas de alcohol, como martini, licor cuarenta y tres y malibú. También había muchos batidos de chocolate, ya que era lo único que bebía Lucía.

Me serví una copa de martini con limón y la música comenzó a sonar.

La fiesta se desarrolló con normalidad. Yo lanzaba de vez en cuando miradas a Pablo, pero él no hizo en ningún momento, el más mínimo gesto que indicase a penas un ápice de interés hacia mí. En cambio, Inés estaba teniendo más suerte y no había dejado de hablar con Sergio.

Sergio era moreno y con los ojos verdes y tenía dieciséis años. Tenía dos hermanos gemelos de catorce años, también morenos y de ojos verdes. Los tres muy guapos. Yo me había llevado muy bien con uno de los gemelos, Daniel, y en algún momento llegué a pensar que yo le podía gustar, hasta que una noche se besó con Emilia.

A Lucía le gustaba el otro de los gemelos, pero ella era tan tímida que todos sabíamos que nunca llegaría a pasar nada entre ellos. A Lucía solíamos llamarla "pequeña Luci". Porque era muy chiquitita, bajita y delgada. Tenía los dos dientes delanteros, graciosamente separados y solía llevar su pelo negro en un moño bajo muy tirante. Era guapa y siempre se maquillaba sus ojos pequeños y brillantes con sombras bastante llamativas. Solía llevar camisetas ajustadas en tonos rosas y morados, lo que la hacía parecer aún más delgada. Y hablaba poco, pero siempre estaba riendo. Las dos nos llevábamos muy bien y supongo que en gran parte se debía a que yo, de alguna manera, me sentía muy identificada con ella, porque solía sentarse un poco apartada del resto de la gente y observaba todo, mientras bebía sus batidos de chocolate. Yo solía sentarme junto a ella y le hablaba de los chicos que me gustaban y que no me hacían el más mínimo caso. Estaba bien hablar con ella, porque escuchaba y no interrumpía.

-¿Te parecen aburridas mis historias?

Solía preguntar yo cuando ya llevaba un buen rato hablando.

-No, no te preocupes. Me gustan tus historias-decía entonces ella amablemente-eres muy behemente al contarlas.

Durante ésa fiesta, como en el resto de ocasiones, me senté junto a ella y yo, mientras bebía martini, observaba al resto de asistentes.

Cuando ya iba por la segunda copa, la behemencia de la que hablaba "la pequeña Luci", fue sustituida por un triste tono patético:

-¡Ay "pequeña Luci"! ¿No crees que mi vida amororsa es desastrosa? Fíjate, Iván ni si quiera me ha mirado nunca.

-Pero Sherezade, Iván es mayor, es normal que no se fije en chicas de nuestra edad.

-¿Y Alberto? ¿Qué me dices de Alberto?

-Alberto te invitó a dar una vuelta y fuiste tu quien le rechazó.

-¡Sí, pero por vergüenza! ¡Y mira, ahí está Pablo y ni si quiera me ha mirado! ¡Y no sabes lo que he sufrido al alisarme el pelo! ¡Y me duelen los pies por llevar tacones!

Lucía rió ligeramente y también en tono apagado, dijo:

-Bueno, tampoco a mí me ha mirado Lucas.

-¡Somos tan desgraciadas! Cómo me gustaría ser guapa de verdad, en ese caso mi novio sería Jesús, porque aunque me han gustado muchos, muchísimos chicos, creo que él ha sido el que más de todos. ¡Pero soy fea y él ha preferido a "Miriam, la rubia"!

Y al decir estas últimas palabras, me puse a llorar sin poder evitarlo.

-Sherezade-empezó Lucía sorprendida-¿estas llorando?

-¡Sí, Lucía! Lloro porque tengo muy mala suerte y porque soy fea y porque en el instituto los repetidores de clase se meten conmigo.

-Será mejor que dejes de beber martini-me dijo mientras me quitaba la copa de la mano-vamos al baño a refrescarte.

En el baño, "la pequeña Luci", me mojó la nuca y me hizo beber agua. Después, me senté en el retrete y continué llorando.

-¡Oh! Vamos, Shere, no llores. Ninguno de ésos chicos se merece que tu llores por ellos.

La miré y sonréi.

-Eres tan buena. ¿Nos vamos a bailar? Tienes razón, así que vamonos al pub, es posible que esta noche conozcamos a nuestros príncipes.

Y las dos reímos sonoramente.



Por el camino, de casa de Lucía al pub, a mí se me hacía algo complicado caminar. La copa de martini había hecho su efecto y los tacones, no me facilitaban demasiado la tarea.

-"Pequeña Luci", por favor no me sueltes. Y si viésemos a mis padres, por favor, habla tu.

Lucía, tan risueña como siempre, se reía a cada palabra que yo decía. Pero ella era una muchacha responsable, bonita y que sacaba muy buenas notas, así que si nos cruzábamos con mis padres y era ella quién hablase, nunca sospecharían que yo había tomado una copa y media de martini.

Y por fin llegamos al pub al que solíamos ir. Era aún muy temprano y la gente que allí iba a ésa hora, no pasaba de los diecisiete años y cada fin de semana éramos los mismos.

Nada más entrar, fui corriendo a sentarme a un taburete, tanto me dolían los pies.

Paseé tranquilamente la mirada entre las pocas personas que había.

Pude ver a todo el grupo, bailando y riendo, parecía que se divertían mucho y además, Inés continuaba hablando con Sergio, sonréi alegrándome por ella.

Vi también a Jesús con "Miriam, la rubia" y no pude evitar que mi gesto se transformara en una mueca de disgusto.

Había también varios alumnos del isntituto, algunos se acercaron a saludarme.

Y entonces, ya distraída, continué mirando a la gente, pero ya sin ningún interés. Carolina bailaba con Lola y entre las dos, Le vi.



No puedo expresar lo que sentí. Estaba apoyado en la barra y en el mismo preciso instante en que mis ojos le vieron, mi corazón se desvocó por completo. Me llevé las manos al pecho y supe que me había enamorado. ¿Todos los enamoramientos anteriores? No eran nada comparado con esto. ¿Acaso era posible sentir algo tan increíblemente fuerte al ver a una persona? Debía serlo, porque yo lo estaba sintiendo.

Me sentía triste y feliz a la vez. Quería reír y llorar a un tiempo. Toda yo me estremecí y todo ante mis ojos desapareció, pues únicamente a él podía ver.

Y aún le recuerdo como si fuera ayer. Apoyado en la barra de forma casual, con una camisa de cuadros en tonos ocres y amarillos. Y unos ojos negros y ligeramente rasgados tras unas gafas de pasta.

Y me quedé así, contemplándole, no sé durante cuánto tiempo. Pero no podía dejar de mirarle. Era tan perfecto. Y lo supe. Supe que él, fuese quién fuese, era ÉL.



-Carolina.

-¿Qué pasa Sherezade?

-Me he enamorado.

Carolina rió escandalosamente.

-Pero Shere, tu te enamoras cada día.

-¡No, no! No lo entiendes, esta vez es de verdad.

-¿De quién?

Preguntó en tono cansino.

-De él.

Respondí señalando al chico de la camisa de cuadros.

Carolina le miró e inmediatamente, como incrédula me miró a mí para volver a reír.

-¡Ay, Shere! Pero ése es el chico del que te hablamos ¡es Roberto!

martes, 2 de septiembre de 2014

2. LA BODA


El día de la boda, fue un día soleado. Era el verano de mis catorce años.


Ése invierno había comenzado a ir al instituto. Y qué diferente fue el instituto de cómo me lo imaginaba, a cómo fue en realidad.

En mi imaginación, el instituto era igual a los de las películas americanas, con animadoras y un montón de chicos guapos. Bailes de primavera con horquídeas, vestidos largos y limusinas. Y era por todas aquellas comedias románticas americanas, que yo había comenzado a imaginar cómo sería mi primer curso en el instituto.

Me ocurriría lo mismo que a todas las protagonistas de las peliculas. Sí, yo sería la chica fea que al final va al baile con el chico guapo. Le enamoraría con mi personalidad, pero al final, cuando me viera vestida para el baile, también me vería absolutamente hermosa. Y no es que yo tuviera una personalidad como para enamorar y, para ser justos, tampoco era fea del todo. Lo que pasaba era que, tenía una personalidad algo tendente a la tristeza, tal vez una tristeza provocada a menudo por los desengaños amorosos, lo que había provocado además, que fuese cada vez más tímida e introvertida para con los chicos. A penas hablaba con ellos, y cuando reía, me tapaba la boca porque no me gustaba mi sonrisa. Casi nunca participaba de las conversaciones, y me limitaba a observar y a escuchar. Y en cuanto a mi físico, muchas veces me habían dicho que no era fea, era sólo que llevaba un estilo poco favorecedor. Pero es que tampoco era fácil vestir a la moda cuando no se tiene dinero ni interés por la moda. Algunas veces, mi amiga Inés me había peinado, maquillado y prestado ropa. Y entonces me había visto guapa de verdad.

Pero en el instituto las chicas eran más altas, más delagadas, más guapas y más divertidas que yo. Así que realmente el primer año fue un auténtico infierno. A mi clase sólo íbamos seis chicas y el resto eran brutos repetidores, desagradables y obtusos.

Aquellos horribles muchachos, se pasaban el día piropeando a todas las chicas de clase, excepto a mí y a la empollona de gafas. Y no es que me afectase especialmente, lo malo era cuando se cansaban de piropearlas a ellas y comenzaban a meterse conmigo. Bueno, yo opté por tomármelo con filosofía, ya que, al menos, tenía en mi clase a mi mejor amiga, Virginia.

Virginia fue mi primera amiga cuando entré en el colegio con sólo cinco años. Habíamos crecido juntas y siempre habíamos ido a la misma clase. Fue un auténtico horror cuando el primer día de instituto descubrimos que iríamos a clases diferentes. Para mí fue una auténtica tragedia. Cada primer día de curso, había ido con ella, así que el primer inicio más importante de toda mi vida, no podría superarlo sin ella cerca, de eso estaba completamente segura.

Virginia era rubia y guapa y tenía unas pecas sobre la nariz que yo siempre había envidiado. Por el contrario, ella las odiaba y solía echarse zumo de limón en un desesperado intento por eliminarlas. Pero las pecas nunca se fueron y a día de hoy, sigue teniendolas, lo que continúa dándole ése aspecto tan característico suyo de niña traviesa, a pesar de sus veintinueve años.



Recuerdo aquellos primeros días de instituto en los que aún estábamos en clases separadas. Yo no me atrevía a salir del aula, pues el hall me parecía peor que una jungla, así que, solía asomarme con cuidado en busca de mi amiga Virginia, quien hacia lo mismo desde su pasillo. Y entonces, cuando nos habíamos localizado la una a la otra, corríamos hasta la mitad del hall, donde por fin nos juntábamos. Y cuando sonaba la sirena para volver a clase, corríamos cada una en una dirección y antes de entrar en clase, nos decíamos adiós con un gesto de la mano.

Pero Virginia, que seimpre fue muy inteligente, comenzó a mover papeles y a tener citas con la secretaria del instituto, y al final, consiguió que la cambiaran de clase para venir conmigo y así, los oscuros y grises días de instituto, fueron mucho más llevaderos en su compañía.

Aunque las clases no fueron como yo me las imaginaba, sí que había un chico guapo: Alberto. Y era tan guapo.

Cada mañana, en la entrada, le veía en la puerta del instituto. Él solía quedarse en la puerta unos minutos, mientras se fumaba un cigarro. Y aunque tenía aún cara de niño, tenía ése aspecto de chico malo que tanto gusta a las adolescentes. Tenía una scooter, una cicatriz en la mejilla izquierda y un pendiente en la oreja derecha. Y cómo suspiraba yo cada mañana al verle.

Pronto todas mis carpetas y cuadernos se llenaron de su nombre y un fatídico día, en el que dos de los brutos de mi clase, me habían quitado uno de los cuadernos y jugaban a pasárselo entre ellos, yo en medio de ellos, intentaba por todos los medios recuperar el cuaderno. Y no era por el cuaderno en sí, sino porque podrían ver una poesía que le había dedicado a Alberto. Y como desde mi nacimiento, parece que los astros se han confabulado para que siempre me ocurran cosas ridículas y desastrosas, efectivamente, el cuaderno se calló y como una de ésas horribles casualidades, se abrió por la página de la poesía. Yo me lancé corriendo a por el cuaderno, pero no fui tan rápida como ellos.

Recuerdo que leyeron la poesía en voz alta y en medio de toda la clase, y yo entonces, me quise morir.

Me senté en mi pupitre y hundí la cabeza en los brazos. Pero el episodio aún no había acabado y los muy patanes, le llevaron la poesía a Alberto.

Absolutamente todo el instituto se enteró de que me gustaba Alberto y casi era más vergonzoso que lo supieran todos a que lo supiera él mismo, pues yo no era la única a la que le gustaba Alberto y, no quería volver a pasar por la humillación y las miradas de tristeza de mis amigas, junto con las risas entrecortadas de las chicas del instituto.

Pero cuando Alberto se enteró, no pasó nada, por el contrario, en una ocasión vino a verme al banco en el que yo solía estar con mis amigas. Realmente no me lo podía creer. Pero yo era demasiado tímida e insegura como para creer que Alberto pudiese tener intenciones para conmigo, así que cuando me dijo que si íbamos por ahí a dar una vuelta, yo le dije que tenía que marcharme a casa.

Muchas veces me he arrepentido de aquello, pero creo que, aunque volviese a vivir ése día, una y mil veces, habría hecho lo mismo, tal era mi vergüenza e indecisión.

Muchas veces, incluso ahora, he pensado qué habrá sido de Alberto. Tal vez se haya casado o viva en el extranjero.



Me despertó el canto del gallo. Me gustaba dormir en el pueblo porque me encantaba oír en el amenecer, tanto el cantar del gallo, como el repicar de las campanas de la iglesia.

Me desesperecé lentamente y pensé que era un gran día. El día de la boda de la prima Carla.

Miré a mi alrededor antes de levantarme. La habitación de la casa de la abuela, nunca cambiaba. Año tras año estaba absolutamente igual y mi madre afirmaba que también era así cuando ella era pequeña.

Había grandes camastros de hierro de forja, con unos incomodísimos colchones de lana. También había algunas muñecas antiguas y había una que me gustaba especialmente porque llevaba minifalda, botas altas y sombrero cordobés, mi madre la llamaba, la rejoneadora. De pequeña muchas veces había querido jugar con dicha muñeca, pero nunca me la habían dejado y nunca he entendido porqué. Pues si ésa muñeca tiene tanto valor para mi madre y mis tías, en realidad, nunca se han preocupado demasiado por ella, sino que la pobre sigue en la habitación del pueblo, sola y acumulando polvo.

También había un gran espejo dorado colgado de la pared. Mirarse en él no servía de nada, ya que la imagen que se reflejaba era completamente borrosa. Mi madre afirma que el espejo tiene más de cien años.

Pero no sólo me gustaba dormir allí por la muñeca rejoneadora y ésos amaneceres tranquilos con olor al humo de las chimeneas, sino porque aquellas paredes traían muchos recuerdos de mi infancia a mi mente.

Allí en el pueblo me había enamorado de David, el de los ojos color avellana y él había sido probablemente mi primer amor.

Recordé cuando todos los primos dormíamos juntos y contábamos chistes y hacíamos bromas. Pero sobre todo me acordé de mi primer beso, de aquel que, como un fantástico presagio, marcaría desde ése mismo día y para siempre lo que fue y ha sido desde entonces, mi vida amorosa.



Me levanté de la cama con pereza, pero nerviosa por la boda. La verdad es que, en un principio, no quise acudir al evento. Yo ya tenía catorce años y pasar un sábado en una gran reunión familiar, no me apetecía nada. Lo que yo quería, era salir con mis amigas. A Jesús sólo podía verle los sábados y por ir a la boda, ése sábado no le vería y tendría que esperar una semana más para verle. Pero bueno, para ser justos, tampoco importaba demasiado si le veía o no, pues como el dueño de mi primer beso, Jesús tenía novia.

Bueno, yo ya me había besado con un chico con novia, podría volver a hacerlo. Pero mejor que no. La novia de Jesús me daba auténtico pavor, sería mejor guardar las distancias. Ella, incluso antes de ser novia de él, ya se había encargado de asegurarse de que yo no me acercase a Jesús.

Creo que uno de los episodios más horribles que viví en el instituto, fue con ella. Yo, tan buena e inocente, medrosa por los pasillos y siempre con la cabeza gacha, por miedo a que los repetidores y repetidoras pudieran reprenderme tan sólo por mirarles. Pues resultó que un día a mitad de curso, cuando yo ya me había acostumbrado a las bromas e insultos a los novatos, al final de las clases y en la puerta del instituto, estaba esperándome "Miriam, la rubia", una muchacha guapa, rubia, como indicaba su poco original apodo. Altiva y conocedora de su propio atractivo.

-Perdona...-empezó dirigiéndose a mí- ¿eres Sherezade?

Me quedé sorprendida de que "Miriam la rubia", supiera ni si quiera de mi insignificante existencia, así que, mitad sorprendida, mitad precavida, respondí:

-Soy yo.

Sonrió maliciosamente antes de seguir:

-Olvidate de Jesús.

Mis ojos se agrandaron por la sorpresa y ya un montón de alumnos cotillas y ansiosos de ver una pelea, se agrupaban a nuestro alrededor.

Miré sorprendida en todas direcciones. Primero a "Miriam, la rubia" y después al resto de personas que miraban deseosos de poder contemplar una bronca. También miré a Virginia, esperando encontrar en su miraba, consuelo y ánimo, pero creo que ella estaba más amedrentada que yo. Así que, consciente de que estaba completamente sóla, me arme de valor y como pude, dije:

-¿Y porqué debería olvidarme de él?

Miriam rió sonoramente y me miró casi incrédula.

-¿Cómo que porqué? Por que a mí también me gusta. Así que más vale que ni vuelvas nunca a hablar con él.

No me lo podía creer. ¿Qué derecho tenía ella para decirme lo que tenía que hacer por muy guapa y delgada que fuese? No se lo iba a permitir.

-Perdona...-comencé recelosa-yo entiendo que te guste Jesús-y entonces las palabras comenzaron a fluir:-pero éso no te da derecho a venir aquí y decirme lo que tengo que hacer. Es verdad que Jesús me gusta, todo el mundo lo sabe y si a ti también te gusta, no es problema mío. Tal vez yo no le guste a Jesús y puede que nunca le guste, pero no voy a consentir que nadie me diga quién me puede gustar y quién no.

Respiré y me quedé sorprendida de mí misma por haber sido capaz de decir todas ésas palabras seguidas a "Miriam, la rubia".

-Está bien-dijo ella con un tono que me heló la sandre-tienes razón... así que en ése caso... que gané la mejor.

Me quedé sin palabras. Me había retado públicamente y lo peor era que, ella, todos los que allí observaban y sobre todo yo, sabíamos quién ganaría.

Y efectivamente, así fue, pocas semanas después, "Miriam, la rubia", era oficialmente la novia de mi Jesús.



Bajé a la cocina para desayunar y allí estaban mi madre, mis tías y la futura novia. Todas reían escandalosamente y mi tía Sol, preguntaba con ansiedad si todo estaba debidamente preparado: el vestido, los zapatos, el velo...

Nadie se dio cuenta de mi presencia, y si se dieron cuenta, no me lo hicieron saber, tan ocupadas estaban comentando sus anecdótas de antiguos noviazgos en el pueblo.

Pensé que todas en la familia habíamos tenido nuestro primer beso en el pueblo, pero también me pregunté si alguna de ellas había tenido su primer beso con un chico que ya tenía novia. Yo no me sentía orgullosa de aquel primer beso, ni si quiera estaba segura de que aquel chico me gustase realmente. Pero tampoco importaba, ni si quiera había sido un beso de verdad. Más bien había sido un beso robado y aunque a mí se me había acelerado el corazón, no sentía nada por él.

Había sido el verano anterior, cuando yo tenía trece años. Toda la pandilla habíamos estado en el parque, hablando y comiendo pipas. En algún momento, él y yo nos habíamos quedado solos y aunque era un amigo del grupo, era un chico, así que, mi timidez pronto se hizo evidente.

Me crucé de piernas y apoyando la cabeza sobre una mano, intenté aparentar normalidad o aburrimiento, entonces él dijo:

-Sherezade.

Y al girarme ahí estaba el beso.

A penas duró unos segundos, pero los suficientes como para acelerar mi corazón y que la cara se me encendiera. Le miré sorprendida y él sonrió fanfarronamente.

-Me voy.

Dije secamente poniéndome en pie.

-¿No te habrás enfadado?

Preguntó él aún sonriendo.

-No, no es eso.

Me marché en silencio con la cabeza dándome vueltas. Me llevé una mano a los labios y no pude evitar sonreir. Acababa de tener mi primer beso... y en verano. Cómo en las películas.

Aunque desde luego, no había sido un beso de película. Y ni si quiera había sido con un chico que me gustase de verdad. Mi primer beso debería haber sido con Jesús, o con el chico vasco del viaje de fin de curso, pero no con Pedro. Además, Pedro tenía novia y yo la conocía. ¿Por qué habría hecho aquello? Bueno, sin duda se trataba de una broma. Aunque una broma de mal gusto y lo peor era que ahora él, me había robado mi primer beso. El beso que debería darme mi príncipe. El beso con el que el corazón se me acelerase de puro amor. El beso con el que vería fuegos artificiales. Mi primer beso. Mi beso de verdad. Y ahora ¿qué es lo que yo había tenido? Un beso robado con alguien que ni si quiera me gustaba y que además tenía novia. Así que ahora sólo había una cosa que hacer: buscar al dueño de mi primer beso verdadero y hacer por todos los medios que me lo diera. Yo necesitaba tener mi primer beso de cuento. Aquel no podría quedarse como primer beso.



Mientras desayunaba en la cocina, entre las escandalosas risas de mi madre y mis tías, reviví en mi memoria aquel primer beso con Pedro y también el segundo y el tercero. Y ninguno de ésos había sido mi primer beso.

El segundo había sido con un compañero de clase. Parecíase que yo siempre le había gustado, desde que éramos muy pequeños. Así que bueno, algo presionada por mis amigas, una noche fuimos a pasear por el parque y dejé que me besara. Vaya, aquel beso fue muchísimo más horrible que el primero. Al menos el primero había sido seco, pero éste... éste había sido tan humedo. Definitivamente, aquel tampoco era mi primer beso.

Y el tercero, bueno, no había estado mal. Yo ya tenía catorce años y él dieciséis, así que su experiencia era notoria en las artes amatorias del beso, pero aún así, no sentí mariposas, ni fuegos artificiales y aunque placentero, no era mi primer beso.

Sonreí

recordando aquellos besos y cada uno me pareció más cómico que el anterior. Y entonces suspiré anhelando mi primer beso de verdad. Ya tenía catorce años y sólo quedaban cuatro meses para cumplir los quince y aún no había tenido mi primer beso. Era frustrante. La mayoría de las chicas de mi edad, al menos ya habían salido con dos o tres chicos. Yo nunca había salido con nadie. Si Iván, el de los ojos azules me pidiese salir... claro que él tenía dieciocho años y nunca me pediría salir. Aunque mi sabía amiga Inés, me había dicho que cuando yo fuese más mayor, Iván y yo acabaríamos juntos, pues entonces, la diferencia de edad, no se notaría tanto. Yo creía firmemente todo lo que ella decía, así que ya había comenzado a imaginar cómo sería el día en el que, yo, con dieciocho años e increíblemente hermosa, Iván se me declararía.


También me hubiese gustado salir con Alberto, pero perdí la oportunidad, así que ya no había vuelta atrás, aunque bueno, el nuevo curso estaba a a vuelta de la esquina y yo sería veterana, tal vez éste curso fuese mejor de lo que había sido el primero y entonces Alberto, tal vez...

Y con todos estos pensamientos cruzando por mi mente, mi tía Sol me sacó de ellos empleando su característico tono que a todo los primos nos hacía erizar hasta el bello de la nuca:

-Bueno, ¿tú qué haces? ¿Es que no tienes que ducharte y arreglarte o qué pasa?

La miré y evité reirme al recordar que mis primos y yo solíamos llamarla "tía sargento".

Ni si quiera respondí, volví a la habitación y me preparé para la ducha.



Cuando me hube duchado, volvi a la planta de arriba, donde estaban las habitaciones, en busca de mi ropa. Pero mi madre y mis tías, no me dejaron pasar más allá de las escaleras.

-¿Pero qué pasa?

Grité enfadada.

-¡Que no puedes pasar y ya está!

Dijo mi tía sargento.

-Pero me tengo que vestir y además, yo también quiero ver el vestido de novia.

-No digas tonterias-me respondió y cerrando la puerta, oí que le decía a mi madre:-tu hija quiere su ropa. Anda, dásela.

A los pocos minutos, mi madre abrió un poco la puerta y por una fina ranura que había dejado me entregó mi ropa.

-Mamá, yo también quiero ver a la prima.

Dije suplicante.

-¡Anda, no seas pesada y vete a cambiar!

Bajé las escaleras muy enfadada y me encerré en el baño pensando que ya me casaría yo y entonces, ninguna de ellas me verían el vestido ni me ayudarían a vestirme, porque éso lo harían mis cuatro amigas, que además serían mis damas de honor.

Lo tenía todo planeado, hasta el más mínimo detalle. Mi vestido sería igualito al vestido blanco de Sisí emperatriz cuando baila con Francisco José y, mis damas de honor, llevarían delicados vestidos verdes de gasa y organdí, a juego con los detalles de mi vestido. El ramo de flores, sería un buque de margaritas blancas, mis flores preferidas. El recogido sería igual al de Meg, de Mujercitas y, como adorno, una bonita tiara de plata y tran brillante como las estrellas.



Una vez la novia hizo su entrada en la iglesia, me imaginé a mí misma entrando en el día de mi boda. ¿Pero quién me esperaría en el altar? Alberto era un buen candidato, aunque, que me esperasen los clarísimos ojos azules de Iván, sería como un auténtico sueño. Pero claro, si finalmente pudiése casarme con David, mi primer amor. Sí, definitivamente, me casaría con David.


miércoles, 27 de agosto de 2014

1. LA PRIMERA DERROTA

Cómo podría empezar a contar la historia... mi historia. La que empezó hace catorce años.

Tal vez lo mejor sería comenzar por el principio, pero cuál fue el principio. ¿El día de la boda o una semana después, cuando sus ojos y los míos se encontraron por vez primera?

O tal vez todo comenzó mucho antes, incluso antes de la boda. Antes incluso de que ninguno de los dos hubiésemos nacidos. Ése es el destino. ¿Si así fuese, entonces quiere decir que estábamos predestinados? ¿Pero a caso el destino existe? ¿O somos nosotros con nuestras acciones, quehaceres diarios y planes futuros, quiénes vamos forjándonos nuestro propio destino?

Quién sabe. Quizá no sea ni lo uno ni lo otro. Ni el destino ni nuestras acciones. Pero de lo que sí hay una cosa clara, es de que aquel día yo me enamoré.



Mucha gente a dicho que yo no me enamoré. Que con catorce años, el amor, no es un amor verdadero, aunque sí es el primer amor. El más bello y puro. El que siempre se recuerda y anhela. El que se idealiza y por el que siempre se suspira.

Yo no sé si mi amor fue así, irreal, pero un idílico amor de adolescente. Lo único que sé, es que ése fue mi amor, el único amor.



Es verdad que yo siempre fui de naturaleza enamoradiza. El primer recuerdo que tengo de mí misma, es suspirando de amor a los cinco años. Él tenía unos quince, o eso creo yo. Le veía tan mayor y con un cabello tan castaño y rizado. También me enamoré a los siete años de David. Mi David. Él tenía catorce años y los ojos avellana más bonitos que había visto nunca.

Con nueve años, me enamoré de Ángel, que tenía trece. Con once, me enamoré loca y profundamente de Iván, que tenía dieciséis años y los ojos tan azules como el cielo.

Con doce, me enamoré en el viaje de fin de curso de un apuesto chico vasco y montañero de dieciséis años. Y así, podría seguir con una amplia y larga retaíla de chicos. ¿Pero a acaso ellos me correspondían? Desgraciadamente, creo que ni uno solo. Tampoco era de extrañar, ya que yo no era más que una niña y todos ellos ya eran adolescentes guapos, arrogantes y alocados.

Y claro está, como consecuencia de mi naturaleza enamoradiza, el corazón se me rompió casi tantas veces como me enamoré.

Y qué duros son los desengaños amorosos en la preadolescencia.

Creo que
la primera vez que lloré por amor, fue por Mariano. A Mariano lo conocí a través de un compañero del colegio cuando teníamos doce años.

Es evidente que la preadolescencia es una época dura, y por supuesto, la mía, no iba a ser menos. No sé exactamente qué es lo que me pasó por aquella época. Tal vez fue una crísis de identidad, una desesperada llamada de atención, una rebelión al sistema y sobre todo a mi familia, a la que por aquel entonces no soportaba, o simplemente es que era así, sin más.

El caso es que, aunque siempre he tenido complejo de princesa, un edredón rosa, una enorme colección de barbies y llevé vestidos de lazos y organdí hasta los once años, al llegar a los doce, sólo llevaba vaqueros y una coleta muy poco favorecedora. Ya no me interesaba el color rosa, ni gustar a los chicos, al fin y al cabo, nunca los había gustado. Además, las chicas de mi edad, habían empezado a hablar de sujetadores y compresas y yo odiaba los dos temas, porque, a diferencia del resto de las muchachas, el pecho me había empezado a crecer a los diez años y con once ya llevaba sujetador. Y también con once años había tenido mi primera menstruación, así que todos ésos cambios "fantásticos y fabulosos" por los que ellas estaban pasando, yo ya los había superado hacía un año, y lo había tenido que hacer sola porque ninguna de las demás chicas estaba cambiando tan pronto como yo. Además, para mí, ni la regla ni los sujetadores, eran fantásticos. La regla dolia y los sujetadores me molestaban. Y había empezado a llevar camisetas anchas y grises para disimular mi buen y gran formado pecho. Además, ellas siempre estaban pensando en chicos, bueno, yo también, pero creo que no de la misma forma. Algunas ya habían tenido sus primeros besos y hablaban de ello a todas horas; otras hablaban de que tal o cual chico las había pedido salir y las que eran un poco más mayores, contaban que se enrrollaban con chicos.

Yo ni si quiera sabía lo que era enrrollarse con alguien, nadie me había pedido salir nunca y porsupuesto, nunca nadie me había besado. Así que cansada de todo aquello, comencé a observar que, aunque las chicas de mi edad, habían crecido de repente y ya no querían jugar a la comba o con Barbies, los chicos sí que seguían jugando al fútbol, así pues, aunque mi torpeza en cualquier tipo de deporte siempre había sido notable, quise probar suerte con el fútbol y que los chicos me enseñasen, así al menos, podría seguir jugando al menos un par de años más... por eso de que las chicas maduran dos años antes.

Para mi sorpresa, fui muy bien acogida por los chicos de la clase y todos intentaban ayudarme, aunque sin muchos resultados. Pero al menos, al ir con ellos, no tenía que ir bien vestida ni bien peinada. Ellos me aceptaban así, con mis vaqueros pasados de moda, mi fea sudadera gris y mi flequillo que me tapaba los ojos. Por el contrario, mis amigas, solían darme consejos de belleza.

-Deberías quitarte este flequillo-solía decir Inés al tiempo que me apartaba el flequillo de la cara- ¡y mira qué uñas! Así ningún chico se fijará nunca en ti.

Y entonces, yo retiraba mi mano de la suya, que me la había cogido para observarla, y con el ceño fruncido, pensaba que ya tampoco me interesaban los chicos si yo tampoco les interesaba a ellos. Además, siempre había sido así. Yo había sido la amiga invisible desde que puedo recordar, por lo que a parte de los chicos con los que había empezado a jugar al fútbol, todos los demás me daban auténtico pavor. ¿O era autentica rabia? No lo tengo claro, tal vez una mezcla de ambos. Pavor, porque si me hablaban, me imponían tanto que yo no sabía qué decir; y rabia, porque la mayoría de las veces nunca se dirigían a mí y si lo hacían era para reírse.

Al menos David, el de los ojos avellana, me había querido, yo sólo tenía siete años entonces, y me había querido como se quiere a una hermana pequeña, pero me había querdio. Y solía recordar con cariño una vez que me subió en sus rodillas y me había besado en la mejilla. Evidentemente, para el resto de muchachas de mi edad, la historia no tenía nada de especial, y seguramente tenían razon al decir que aquello no era nada, pero es que a mí me había gustado mucho David. Como ahora me gustaba Iván y Jesús y Javier y Juan y Manuel y Gabriel, el profesor de prácticas...

El caso es que, mi amigo Gonzálo, me presentó a Mariano, por el que lloré por vez primera.

Gonzálo me había dicho que fuese a verle al campo de fútbol y así, si me gustaban los entrenamientos, yo podría apuntarme a fútbol en el próximo curso.

Vi atentamente los entrenamientos, y lo cierto era que, me pareció de lo más aburrido. En realidad yo no tenía ningun interés por el fútbol, si lo practicaba con los chicos de clase, sólo era por seguir jugando.

Pero en realidad, ver los entrenamientos, no fue tan malo, tantos chicos guapos había para contemplar. Entre ellos, el que más, Mariano. Era delgado y moreno. Y tenía los ojos negros y con unas pestañas muy largas.

Al acabar los entrenamientos, yo me acerqué a hablar con mi amigo Gonzalo y entonces llegó también Mariano. Me quedé completamente callada. Mi timidez había comenzado a funcionar y ya me costaría mucho poder hablar.

-Bueno, Shere, él es mi amigo Mariano.

Dijo Gonzalo amablemente.

Yo sonreí tímidamente y me pareció que Mariano hacía lo mismo. Y ya no hablamos más, pero aquel día, yo me fui a dormir con el corazón palpitando alegremente y sonriendo, mientras pensaba en los ojos negros de mi querido Mariano.

Al día siguiente en clase, Gonzálo me dio la mejor noticia que probablemente me habían dado en toda mi vida:

-Shere, ¿qué te pareció mi amigo Mariano?

Yo me puse colorada, lo noté en mis mejillas, que de repente ardían, y como si a las palabras les costase salir, respondí con otra pregunta:

-¿Por qué lo dices?

-Bueno... a él le gustas.

Me reí. Y no fue una risa disimulada o forzada, realmente me habían dado ganas de reír. Era como un chiste. Yo nunca había gustado a nadie. Bueno, el curso anterior había gustado a un chico, pero al final habíamos discutido y me había pegado un chicle en el pelo. Entonces también lloré, pero no por amor, sino por mi pelo.

-¿Por qué te ries?

Me contuve.

-Bueno... ¿lo dices en serio? ¿seguro que no es una broma?

-Es verdad.

Respondió él, tranquilamente.

Y entonces, una amplia sonrisa se dibujó en mi cara y un montón de cosquilleos comenzaron a surgir por mi tripa y ahora sí que quería reír, pero de felicidad.

-¿Qué es lo que te dijo exactamente?

Pregunté ansiosa.

Gonzalo se quedó un poco pensativo antes de responder:

-Pues... me hizo preguntas sobre ti. Quiso saber de qué te conocía, si eras maja, si nos conocíamos de hace tiempo. Y al final me dijo que te dijese que vayas hoy también a los entrenamientos porque quiere volver a verte.

¡No me lo podía creer! ¿Cómo iba a ser cierto? ¡Mariano era guapísimo! ¿Cómo iba él a fijarse en mí? Pero el caso es que desde ése mismo momento, mi cabeza comenzó a imaginar y de ella surgieron historias y románticas aventuras con Mariano.

Siempre había imaginado que los mejores novios eran los que comenzaban siendo los mejores amigos y así, inventé la palabra "novio-amigo", y ya estaba segura de que finalmente, Mariano sería mi "novio-amigo". Y entonces yo sería tan feliz.

Poco a poco, Mariano y yo nos fuimos haciendo amigos. Yo iba a los entrenamientos y comenzamos a hablar. Al principio sólo nos decíamos hola, pero al final acabaron siendo auténticas conversaciones, incluso una vez me acompañó a casa. Y ya estaba segura de que sería mi "novio-amigo". No podría ser de otra manera, pues nos pasábamos las tardes juntos y nos reíamos y los pasábamos bien. Y entonces algunas veces, empecé a vestirme con faldas y camisas, pues quería estar guapa para él. También algunas veces me puse máscara de pestañas y brillo en los labios, aunque eso sí, sin que mi madre se enterase.

Pero entonces llegó el día en el que me di cuenta de que ahora Mariano también se reía con mi amiga Carolina. Y empecé a mirarles con recelo. Y ya no me hacían gracia los comentarios ingeniosos de ella, ni me gustaba que viniese con nosotros. Y llegó el día en el que, mis cuatro amigas me dijeron que entrase en el baño del colegio porque tenían que hablar conmigo. Y creo que en el fondo yo sabía cuál era la noticia.

Recuerdo que caminé como muerta hacia el baño. Que el corazón me latía violentamente, pero que no sentía las piernas ni los brazos. A mi paso, todo lo que veía se presentaba ante mis ojos como ralentizado y mi cabeza repetía una otra vez: <<no, por favor. No, por favor>>

Y llegué al cuarto de baño. Un baño de colegio, pequeño y algo maloliente. Blanco y lleno de pintadas de corazones y comentarios de mal gusto.

-¿Qué pasa?

Pregunté intentando aparentar serenidad.

Carolina comenzó a hablar:

-Bueno, Shere, espero que no te enfades. Yo te quiero, eres mi amiga...

-¿Y?

Dije casi desafiante.

-Verás, últimamente, Mariano y yo...

A pesar de que de alguna manera yo ya lo sabía, al escucharlo, realmente sentí que el corazón se me rompía. Había oído hablar de corazones rotos y ya había leído un montón de novelas de amores imposibles, pero hasta aquel momento, nunca antes había experimentado lo que sentía cuando se rompía el corazón. Y era mucho peor a como me lo había imaginado. Todos los dolores de corazones rotos que había leído en las novelas, no se parecían ni un poquito a lo que sentía yo en ése momento. Era mucho más horrible. Mucho más doloroso. Mucho más triste y para mí, sobre todo, mucho más humillante porque vi los ojos de mis cuatro amigas observandome. Mirando en silencio y espectantes a mi reacción. Y vi la tristeza y la compasión en sus ojos y no los soporté. Un sollozo se me ahogó en la garganta y sólo atiné a decir antes de salir de aquellas horribles cuatro pareces, asistentes de mi desgracia:

-Lo entiendo, pero debías habérmelo dicho antes.

Me marché y corrí por los pasillos del colegio hasta llegar a los baños de la planta de arriba. Me encerré en el baño del fondo y sentada en el water lloré.

Al principio lloré en silencio. Las lágrimas comenzaron a brotar como auténticos torrentes de agua, mientras el alma se iba rompiendo junto con mi corazón ya desecho. Pero después, comencé a llorar con rabia y sonoros sollozos. Y no podía dejar de repetirme <<por qué>>.

A lo largo de los años, he descubierto que ésa es la primera fase después de un desengaño, el por qué. Y es que supongo que, no importa la edad que se tenga, pues nunca llegaremos a comprender porqué lo que al principio parece una cosa, después resulta que en la realidad, no tiene nada que ver con lo que creíamos que era. Y nos sentimos engañados y defraudados. Y así me sentí yo a los doce años. Engañada por Mariano. Defraudada por mi amiga Carolina. Y sobre todo muy ridícula a ojos de mis amigas, pues no quería que me mirasen con pena, como se mira a un derrotado.